Oracion Caribe a Carlos Luna

Francisco Hernández ©

Ya se juntan las manos, ya los dedos se cuentan.

Ya son lo cóncavo y lo convexo,

la raíz y el cogollo, la semilla chupada

y la yuca en el plato, la flor más presumida

y el piso del trapiche.

Ya se han sellado los labios, los húmedos

Y los desérticos, los blancos y los cimarrones,

Los bien poblados y los lampiños.

Ya se han atado las hermanas siamesas

al marco del espejo, para pedirle al cielo

que se abra de capa, que se hinche como vela

de náufragos o vientre de ballena

para recibir, al fin, esta oración que viene

de una soledad muy antigua,

anterior a las vendas de las momias,

anterior al relámpago negro de la vida.

Entumecido, al alba, te suplico:

destíname una jaula al fondo de un jardín,

donde le de la luna a mis perfiles,

donde pueda escuchar décimas campesinas

o a los animales que luchan

por la libertad de las piedras.

Prende una cachimba llena de pólvora

en un bosque de pinos

o dentro del caparazón de una tortuga.

Cuídame de las felonías de la envidia

y del odio que se robustece

junto a los huesos, aun con carne, del olvido.

Con cuchicheos de clave o cháchara de rezos

en los guiros, yo te invoco:

aléjame del agua que lava cada mes

la sangre de las reinas. Que mi sed

no se calme en sus espumas.

Líbrame de los sudores vírgenes de las axilas

perforadas y de las voces paridas en el monte.

Bloquea el poder de cascabeles vegetales

y de esos gallos de pescuezo pelado

que traen dos machetes en el pico.

Protégeme del amor traicionero

aunque resulte inútil.

Cuídame del veneno de la angustia

y de la ingravidez nacida de la falta de fe.

Quítame las plumas, si quieres,

o la calvicie de la luna.

Córtame las venas, si quieres,

o encarcela una procesión de piedras.

Pulveriza mi esqueleto de viejo.

Espárcelo sobre mi esqueleto de niño.

Con agua de Budapest o de Praga

remoja mi lengua y seca mis palabras.

Con agua de Coyame o de Jesús Maria

lava mis pies y borra mis trayectos.

Con agua de Colonia o de Benares

limpia mis ojos y purifica mis entrañas.

Arrodillado, en mitad de la noche, te lo ruego:

ayúdame a creer en lo increíble y a ver lo no visible.

O de una vez por todas déjame romper el laberinto

de una cristalería infinita

para poder dormir como dicen que duermen

los perros callejeros,

las portadoras de buenas noticias

y los mancos que sueñan con tambores batá.


Mexico DF, Abril de 1998